
Seguimos caminando en silencio. Anduvimos durante las horas que separaban mi ensueño del tiempo pasado junto a ella; suficiente para saber que algo se había roto, quizá, para siempre. El gato parecía interrogarme; volvía la cabeza, abría de par en par sus pupilas para que en ellas entrara toda la luz que ella había apagado: algo sabía.
Alcé la mirada por encima de mis pensamientos, y me detuve ante una puerta con picaporte de bronce de una casa extraña. Mi compañero me miró de una manera especial, casi humana; seguramente me había conducido hasta allí sin que yo me diese cuenta. El portal estaba entreabierto. El gato maulló satisfecho cuando empujé la puerta. Algo había ocurrido durante el trayecto, porque mi reloj de pulsera marcaba las diez de la noche, la hora de mi cita con ella. Me pareció estar viviendo una situación irreal. Pensé que el tiempo estaba jugando conmigo.
El tiempo no es continuo y, menos aún, el tiempo de los cuentos. Subí con mi acompañante hasta un rellano que me resultó conocido. La puerta del piso estaba abierta. El gato entró en el piso como un rayo, no sin antes volver la cabeza como invitándome a entrar: no lo volví a ver más. En su lugar apareció ella vestida de suave lencería negra: sus ojos brillaban en la penumbra. Nos amamos hasta el amanecer.
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