domingo, 10 de abril de 2011

EL SONIDO DEL VIENTO


EL SONIDO DEL VIENTO[1]


            Es la hora de maitines.
            El viento barre los corredores de la abadía. Los cipreses susurran la brisa del misterio que encierra el lugar.
            En el centro del monasterio, plantado como una lanza que apunta al cielo, el ciprés más antiguo viste de esperanza todo el gris del claustro.
            Su copa, entre verde y azulada, casi mística, va adquiriendo tonos cada vez más metálicos, como si empezara a trasladarse desde un tiempo desconocido, ignoto, lejano en el pasado, hacia otro aún por llegar, todavía más distanciado en el futuro.
            Aterida, muerta de frío, una paloma se abriga en su ramaje, y el viento cesa. La paloma, tal vez con la esperanza de hallar la calidez que le falta, desaparece entre las ramas.
            El viejo ciprés deja de cimbrearse con el viento. La brisa se encalma. La paloma esconde su cabeza bajo el ala suave, blanca, y empieza a adormecerse.
            Es la hora de ángelus.
            El árbol milenario comienza a desperezarse y un resplandor níveo le cubre desde la raíz hasta la copa. De repente, desaparece en un bramido de luz.
            El recinto queda en silencio. Un monje ha contemplado la escena desde su celda como presintiendo el milagro.

            En un bosque acariciado por una brisa eterna, una paloma blanca vuela de copa en copa buscando el ramaje del ciprés perdido.

            Volando sobre el cielo de la abadía, las nubes contemplan el tronco deshojado y desnudo del árbol milenario. El monje jardinero ha salido de su celda y escucha, absorto y dichoso, el silencio.

            Miles de años distancian a la paloma del viejo claustro.

            Tal vez el milagro se ha producido.
            Es la hora de víspera.



[1] Después de haber leído el poema “El ciprés de Silos” del poeta Gerardo Diego. N. del A.

EL VIEJO





            Buscó una mano. Encendió la luz. Vio un retrato. Lloró un poco. Se levantó. Abrió el balcón. Recordó. Apagó la luz. Fue al baño. Se puso la dentadura. Se vistió. Subió al piso de arriba. Saludó y dio media vuelta. Bajó hasta su piso. Cogió el sombrero y el bastón. Bajó a la calle. Recordó un instante. Se emocionó. Paseó un rato. Saludó al lampista. Saludó al lechero. Entró en el bar. Pidió un café. Jugó al dominó con el tabernero, el zapatero y el carnicero. Ganó una partida. Sonrió. Pagó el café. Salió del bar. Saludó al cartero. Saludó al del quiosco. Compró el periódico. Recordó un momento. Se dirigió hacia su casa. Subió al piso de arriba. Llamó al timbre y le abrieron. Entró y escuchó voces agrias. Recordó. Bajó la vista. Le sirvieron la comida. Le pidieron el periódico. No se lo devolvieron. No protestó. Se despidió. Bajó hasta su piso. Se sentó en una butaca y durmió la siesta. Soñó. Se despertó. Miró la hora en su reloj de bolsillo. Miró un retrato. Se emocionó. Encendió el televisor. Vio una película antigua. Sonrió. Vio el telediario. Miró la hora. Recordó un instante. Preparó un café con leche. Mojó dos magdalenas. Tomó un yogur. Dejó la dentadura en un vaso con agua. Se desnudó. Besó un crucifijo. Lloró un poco. Se acostó. Apagó la luz. Soñó con campos fértiles. Nada alteró su sueño. Se despertó tarde. Buscó una mano.