miércoles, 23 de marzo de 2011

EL PARTIDO





            Rafael se frotaba las manos: «¡el primero!». Pepe, después de celebrar el gol, volvía la cara hacia él con un tono de tristeza en la voz: «hemos marcado demasiado pronto, Rafael». Rafael le miraba un momento con una expresión imprecisa, y seguía hablando con Alberto.
            Pepe nunca escuchaba las conversaciones entre su padre y Rafael. Pepe pensaba que la circunstancia de no poder intervenir nunca en las conversaciones entre su padre y Rafael era un misterio más entre tantos de los que él no podía comprender. Como el hecho que estuviese tan gordo y, a pesar de seguir un régimen estricto a base de verduras y carne a la plancha, no adelgazase nunca. O que todo el mundo pareciese conocer incluso los rincones más ocultos de su pensamiento y, por este motivo, nunca le hiciesen caso o se riesen de él o le rechazasen siempre. Y lo que era más importante: que su padre, Alberto, no le concediese ninguna importancia, y él, no sabia por qué, tampoco.
            Cuando Osasuna marcó el empate, Rafael hizo una mueca de sorpresa y disgusto. Pepe se dio cuenta que el gol se parecía al de “Quini” en la final de la Recopa del 82. Una falta cerca del área, botada rápidamente mientras los defensas contrarios están distraídos, y gol. El año 1982, el año del Mundial, el año en que Pepe empezó a navegar, el año de los últimos Reyes Magos, el año en que se le borró la sonrisa, el último año de mediana lucidez, de querer a sus padres como hijo, a sus hermanos como hermano, a sus abuelos como nieto, a sus amigos como amigo.
            Cuando Osasuna marcó el empate con esa picardía, Pepe supo que el árbitro no ayudaría al Barça, y que el Barça perdería ese partido y también la Liga.
            Al salir del Camp Nou, subiendo por la Avenida de Juan XXIII, Pepe como había hecho siempre, aunque ahora lo hacía descaradamente y sin culpabilizarse, empezó a fijarse en los culos de las chicas. Pepe tenía la suerte que las chicas vistiesen vaqueros ajustados. Escogía los que le gustaban más y retenía sus formas en la memoria. Sabía que, cuando lo necesitase, podría tener la imagen que más le había impactado. Pepe recordaría, también, perfectamente, la jugada del gol del Barça, así como las de todos los que había marcado durante la Liga, y esperaría, con ilusión, el siguiente partido de su equipo.
            En el metro, los aficionados de Osasuna cantaban en éusquera y alzaban banderas y bufandas. El padre de Pepe callaba. Pepe sabía que su padre difícilmente hablaría hasta llegar a su casa.
            En el andén de María Cristina, no cabía ni una aguja. Cuando el metro llegaba, todos los asientos estaban ocupados. Los aficionados del Barça y los de Osasuna abrían las puertas de los vagones y entraban, gritando y riendo, al espacio que había entre los asientos. Los que estaban sentados, los más previsores, habían subido en la estación de Palacio Real y, aunque llevaban bufandas azulgrana, parecía que les molestaba todo aquel jaleo.
            Alberto nunca sonreía, y las palabras que soltaba de vez en cuando, le sonaban a su hijo como advertencias, en vez de palabras de ánimo o apoyo. Pepe pensaba que el mundo, la vida, las relaciones entre las personas, tenían una lógica, y se esforzaba en ser el hijo perfecto, el hermano perfecto, el nieto perfecto, el amigo perfecto, y creía que todo su esfuerzo merecía un premio. Por lo menos, una sonrisa, una palabra amable.
            En la estación de Cataluña los vagones se desocupaban y el padre de Pepe podía sentarse. Pepe se quedaba de pie por si alguna persona mayor quería sentarse. Si Pepe se hubiese visto, de pie, al lado de su padre sentado, rodeado de asientos vacíos, se habría dado cuenta de la ridiculez de su gesto.
            En Lesseps bajaban padre e hijo. El padre de Pepe se quejaba, porque las escaleras mecánicas no funcionaban: «¡y ahora, además, a subir a pie!». Al llegar a la calle Sant Salvador, Pepe saludaba a Fernando con la mano y una sonrisa avergonzada, tímida, impropia de un chico corpulento como él. «¿De qué conoces a éste?», le preguntaba Alberto en un tono desabrido que, a Pepe, le extrañaba y le daba miedo. Pepe intentaba encontrar las palabras que no hiciesen pensar a su padre que estaba mintiendo.
            Pepe intentaba hacer siempre lo que su padre quería que hiciese, aunque a veces no estuviese completamente de acuerdo. O no lo estuviese en absoluto. Pepe aún no lo sabía, pero, si había mentido tanto durante su vida, era por su afán de sobrevivir, de protegerse, de creer en sí mismo.
            «Es Fernando; le conozco de aquí, del barrio; a veces coincidimos en algún bar». Alberto fruncía el ceño y continuaba andando. Se cruzaban con Carmina a la altura de la calle la Granja: «¡buenas noches!». «Adiós», decía Pepe con voz tenue. «¡A ésta sí que la conozco desde siempre!», decía Alberto sin perder el tono adusto.
            Pepe sabía que en su casa, de noche, en la litera que ya no compartía con su hermano, podría consolarse solo como había aprendido a hacer muchos años atrás, cuando pensaba que su intimidad era respetada. Sabía que recordaría perfectamente la imagen que tenía en la memoria y que su virilidad no le fallaría. Esto era lo único que le hacía sentir vivo y libre.
            Pepe había pasado de fijarse en los pechos de las chicas a fijarse en la entrepierna, y, más tarde, a fijarse en los culos, hasta que llegó a pensar que, lo que, a él, le pasaba era que tenía un sadismo anal.  Pepe no había estado nunca con ninguna mujer y su psiquiatra le había prohibido volver a intentarlo. A pesar de todo, a él, le seguían atrayendo las chicas.
           
            —Te lo han explicado, ¿verdad, José?
            —No, yo había leído; había leído a Freud...
            —Te lo han explicado, José, ¡qué majo eres!
            —Es que tengo “La interpretación de los sueños” en tres libros de...
—Freud: no niego que fuese un genio, pero mejor leerlo para irse a dormir; bueno,  majísimo, acuérdate: el próximo miércoles, los tests; sobre todo no bebas; ya verás que la psicóloga es muy agradable.

            Pepe esbozaba un gesto de aprobación y una sonrisa. Confiaba plenamente en su psiquiatra, aunque las terapias que le había impuesto hasta ese momento no le habían librado de sus miedos ni de sus inseguridades. Los tests que tendría que pasar el miércoles, tenían que servir para saber su cociente de inteligencia. Pepe estaba ilusionado, porque el resultado de los tests podría acreditarle la condición de genio de la que se había hablado en su escuela, aunque él no era plenamente consciente de ello y nunca lo había creído del todo. Si lo era, ya se reflejaría en los tests, pensaba. Pepe había vuelto a beber cerveza. Era lo único que le aliviaba la angustia de sentirse un extraño entre la gente.
           
            —De acuerdo, Laura, intentaré quedar bien.
—No se trata de quedar bien, José, se trata de mostrarte tal como eres, sin anticipar nada.
            —Muy bien, Laura, ya lo entiendo; ¿para cuándo pido hora?
            —Para dentro de un mes, y no bebas, que te sienta fatal.
—De acuerdo, Laura; ¿sabes?, sólo bebo cerveza sin alcohol, y sigo el régimen del doctor Riera, el endocrinólogo; ¡sigo un régimen estricto!
—Me engañas, José, me engañas: ya sabes que hablo con tus padres;  yo te veo bien; pide hora para un martes o un viernes; ¡ah!, y acuérdate de ir al INEM para sellar.
            —¿Por lo del curso de carpintería?
—De carpintería o de lo que sea; lo que quiero es que te concentres en una sola cosa y la hagas bien.
—Me parece que me toca dentro de dos meses; ¡es que se me juntan tantas cosas!
—¿Has tenido alguna idea extraña?; ya sabes que siempre puedes llamarme aquí o a la Clínica.
            —No, no, Laura, ya lo sé; a veces tengo pequeñas sonrisas, pero...
            —Pero las puedes controlar, ¿verdad?
—Sí, ahora sí; pero yo pensaba si no podrías intentar rebajarme la medicación.
—No es el momento, José; lo podríamos intentar, pero ¿de qué serviría arriesgarnos ahora? Vamos, José, que yo te veo muy bien; te acompaño hasta la puerta.
            —Sí, sí, ya lo entiendo; adiós, Laura.
            —Hasta pronto, majísimo.

            Laura apuntaba en la historia clínica de Pepe las conclusiones que había obtenido de la consulta. Pepe se fijaba en las primeras palabras que su psiquiatra escribía, y ya estaba acostumbrado a que siempre fuesen las mismas de los últimos cinco años: «muy bien». Pero Pepe no se encontraba “muy bien”, sino que sentía un gran vacío en su interior. «Son cosas de la depresión; ya te acostumbrarás», le decían, pero esas palabras no hacían más que aumentar su sensación de desamparo.


            Ya hacía más de tres semanas que Pepe había empezado a asistir al curso de carpintería de taller que subvencionaba el INEM.
            Pepe se esforzaba en interesarse por las herramientas y la mecanización de la madera, pero lo que le resultaba más gratificante era ganarse la amistad de los compañeros de curso. Estaba convencido que, si no encontraba trabajo de carpintero, siempre le quedaría la opción de volver a la Universidad y trabajar después de obtener el título universitario que ganaría gracias a su esfuerzo intelectual. Tres, cinco años más: ¿qué importancia tenía? Pepe era muy optimista. Pepe tenía veintiséis años, pesaba cerca de cien quilos, llevaba un bigote corto, descuidaba su higiene, bebía dos cañas de cerveza cada día, una antes de entrar en el taller y otra al salir, y componía poesías muy poco trabajadas y muy sentidas que anotaba en un cajoncito del cerebro mientras iba en autobús hacia su casa.

Subo en Lesseps o Fontana,
Diagonal, Paseo de Gracia,
y, en Cataluña, trasbordo;
Urquinaona, Arco de Triunfo,
Marina, Glorias y Clot:

¡de la rutina diaria
nadie escapa ni escapó!

            Pepe pensaba que toda la gente era buena y que su poesía era genial y tenía que gustarle a todo el mundo. Recordaba que, antes de la “mili”, ya había escrito alguna, aunque, cuando volvió a Barcelona, rompió un montón de papeles que tenía guardados en su escritorio: dibujos y pinturas de cuando iba al colegio, apuntes del Instituto y de la Universidad, las primeras poesías que había escrito; todo lo que le podía recordar un pasado feliz. Había sido un gesto de rabia y de impotencia: uno de los últimos gestos de rebelión que le tolerarían.
            Mientras el autobús 74 giraba por la plaza Sanllehí, Pepe intentaba atar cabos y descubrir si, finalmente, existía alguna relación entre Marita y las canciones de un disco de Lluís Llach que tenía en su casa. Marita era la última chica de quien se había enamorado. Después Pepe sonreía con sus dientes ennegrecidos, movía la cabeza y pensaba, un poco aliviado, que Marita ya ni se acordaba, de él.
            A Pepe, le dolían los labios. Los tenía hendidos, como los dedos de las manos, pero se consolaba al pensar: «¿qué es esto si lo comparamos con la eternidad?».
            Bajando del 74 en la Travessera de Dalt, Pepe ya tenía el título del nuevo poema: RUTINA. Continuaba soñando despierto mientras andaba hacia su casa. Pensaba que después de morir iría directo hacia el cielo, donde encontraría al Buen Dios, con barba de nube, vestido de nube, que haría tronar y llover, y diría siempre Amén, como había leído en un cuento.
            Pepe no lo sabía, pero no había ningún misterio ni ningún milagro ni nada que mereciese un premio. Tampoco había culpables. Sólo existía la condición humana, y Dios era un concepto puramente humano. Y Dios existía, y era una vergüenza nombrarlo frívolamente. Y existía el Espíritu Santo, y los ángeles lo custodiaban, porque, cuando él no estuviese, se acabaría el mundo. Porque él quería acabar con su propia vida. Y el demonio existía, y el demonio era un gigante que esperaba desde hacía diez millones de años y durante diez millones de años había iluminado la Tierra, y no le gustaba que los hombres le implorasen piedad. Y sólo Dios podía perdonar, y Dios era el ángel de los ángeles, y había odiado a los hombres y también al demonio por las razones justas. Y Dios lloraba cuando un hombre se quitaba la vida, porque no podía entender por qué lo había hecho. Y Dios amaba toda la creación y quería que siempre tuviese equilibrio, y que el amor la guardase siempre. Y Dios era un ejemplo de equilibrio y de amor. Y el demonio había iluminado el mundo durante diez millones de años y había salvado a muchos hombres justos, porque el demonio tenía poder sobre los hombres y también los amaba. No había culpables. Los hombres y las mujeres se emparejaban, pero ¿con quién podía emparejarse un gigante ciego, sordo, y sin sexo? Diez millones de años esperando, diez millones de años arrojando fuego, diez millones de años deseando, diez millones de años de desequilibrio, diez millones de años queriendo la salvación para poder descansar en paz su mente atormentada, diez millones de años esperando la llama que tomase el relevo.
Mientras subía las escaleras de su casa fatigosamente, Pepe pensaba que faltaban pocos años para los Juegos Olímpicos de Barcelona. ¿Habría una paloma, como en el Mundial de 1982? Poder volar como las palomas: esto es lo que se le había ocurrido; estar fuera del alcance de los hombres.
 Pepe pensó cómo debían de emparejarse las palomas. Las palomas tenían cloaca. Pepe decidió que no quería morir sin haber tenido una relación íntima completa con una mujer.
            Ya en su habitación, acostado en la litera, antes de rezar y dar gracias por poder dormir tranquilo otra noche en su casa, Pepe pensaba por qué el Espíritu Santo se aparecía en forma de paloma. Laura, su psiquiatra, le había dicho en una ocasión: «la fe no es nada más que una muleta, José; utilízala, si la necesitas». Pepe pensaba que, quizá, Laura tenía razón en parte. Pepe nunca había llegado a entender del todo la misa y la eucaristía. Después de rezar el “Gloria Patri” y dar gracias por haber podido tener su momento de intimidad, Pepe intentaba que el sueño no le impidiese santiguarse.
            Laura tenía los ojos de un color azul purísimo, como a Pepe le habría gustado tenerlos. Pepe creía que, si los hubiese tenido de este color, habría conservado el cabello rubio como el oro que tenía cuando era pequeño y tanto le habían envidiado sus hermanos. Ojos azules: ¡qué rompecabezas! Ojos azules como los ángeles. Ojos azules como los de Gamper.

Nuestro amigo y compañero Sr. Joan Gamper, de la sección
de fútbol de la “Sociedad Los Deportes” y antiguo campeón suizo,
deseoso de poder organizar algunos partidos en Barcelona,
ruega a cuantos sientan aficiones por el referido deporte
se sirvan ponerse en relación con él,
dignándose al efecto pasar por esta redacción
los martes y los viernes por la noche de 9 a 11.

            Joan Gamper se había quitado la vida. Y todos los “culés” llevaban el signo de los cainitas sin saberlo, y pasaban rápidamente de la mayor euforia a la indignación más sentida. Y Pepe había aprendido a sentirse culpable de las derrotas del Barça y a considerar las victorias de su club como un premio a una serie de buenas acciones que Pepe se esforzaba en realizar cada día. Pensaba que cada error suyo era un triunfo del azar y que cada gesto amable hacia la gente, era un triunfo suyo sobre el azar. Así obtenía el castigo o el premio que no podían ofrecerle el mundo y sus líos, que Pepe no podía entender ni controlar y de los que se sentía excluido.
Pepe ya estaba en el más profundo de los sueños: un niño de cabello rubio y mirada limpia le decía con voz firme y semblante afligido desde un jardín lleno de rosas de todos los colores, donde estaban otros dos niños: «¡en qué te has convertido, José!».


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